15 enero 2009

Cómo hacerse sin deshacerse


Cómo hacerse sin deshacerse
Aquilino Polaino-Lorente. Psiquiatra, Doctor en Medicina, Licenciado en Filosofía y Catedrático de Psicopatología de la Universidad Complutense de Madrid.
Conferencia pronunciada en el Colegio Mayor Montalbán, enero de 1997.



Un principio que parece aceptable es éste: el hombre “es”, pero no “está hecho”. Cuando nace es sólo una posibilidad de proyecto. Por supuesto, no puede hacerse solo, ni cualquier cosa que quiera, porque hay factores condicionantes de la trayectoria de toda persona humana.
Pero los condicionamientos no son tantos ni tan vigorosos que anulen la libertad. Ser libre significa tener la vida en las manos. Lo que resulte dependerá del uso que se haya hecho de la libertad. Siempre estamos eligiendo; incluso, cuando no elegimos, estamos eligiendo no elegir.
Con la libertad nos “hacemos”. Pero hay muchas personas que, en el empeño de “hacerse a sí mismas” se “deshacen”. Por otra parte, hay también personas “muy deshechas” que, con la ayuda de otras, se “rehacen”. Durante nuestra vida, hay momentos en que “nos hacemos” y otros en que “nos deshacemos”. El resultado depende de muchas cosas y circunstancias que no hay tiempo de analizar ahora. Pero el resultado de nuestra actividad depende del “proyecto” que cada uno se haya hecho para su propia vida.
Siempre que actuamos lo hacemos por algo y para algo; nos proponemos un fin, una meta. Si no lo hiciéramos así, nuestro comportamiento no tendría sentido; en el fondo significaría que no tenemos proyecto alguno y probablemente nuestras acciones no podrían llamarse humanas: podrían ser meros actos reflejos, como los de los seres irracionales. Para realizarse como persona, es menester tener un proyecto racional, pensado, reflexionado.
Cuando un hombre o una mujer tiene un proyecto de vida, cuando concibe un proyecto acerca de su ser personal, él mismo, ella misma, se proyecta, se lanza con armas y bagaje a la realización de ese proyecto porque se ha comprometido con él. Entonces ese proyecto pasa a ser vida vivida, fin de la existencia, compromiso radical y profundo. Y con un talante decidido se impide que haya la más mínima fisura que lo debilite o tuerza. Sin proyecto, damos bandazos y acabamos en la frustración.
Elegir un proyecto, proponerse una meta, implica excluir cosas que no encajan en él, que no son de nuestro estilo, que no caben en nuestro programa. Elegir implica renunciar. Cuando hay una conducta motivada por un proyecto, uno se alegra de las renuncias que conlleva, porque está comprometido con la opción que ha hecho.
Esta es la manera de enriquecer la personalidad. De lo contrario, vamos dando vueltas a las cosas a las que hemos renunciado, o esquivando el bulto al compromiso asumido, y así la elección -el ejercicio de la libertad- no tiene mucho sentido. Así, las circunstancias nos llevan por donde no queremos ir. Pero no porque sean más fuertes que nosotros, sino porque nos rendimos, porque nuestro proyecto no tenía fuerza, carecía de valores con garra. Así, puede suceder que uno lleve arrastrándose por este mundo durante cincuenta años y no sabe qué está haciendo en él; no ha sabido qué hacer consigo mismo.
Para saber qué hace consigo mismo, y hacerse un proyecto coherente y satisfactorio, es preciso conocerse a sí mismo; tarea no fácil. Se cometen muchos errores, en este sentido, Hay muchos chicos que descubren a los cuarenta años la gran capacidad que tienen para aprender, por ejemplo, ruso. Pero llegan tarde. Si lo hubieran descubierto a los dieciocho años, a los treinta serían los europeos que mejor hablarían ruso. Pero nadie les ayudó a descubrir que tenían esa capacidad de modo innato. Se cometen muchos errores en el conocimiento propio por estimarse a la baja, es decir, por infraestimación.
En este aspecto, la pedagogía de padres y profesores se ha equivocado con frecuencia. No hemos descubierto los valores positivos que tenían nuestros hijos o alumnos. No hemos puesto el rodrigón para que crecieran en sus valores innatos. “¡Lucha, contra tus defectos!”, hemos dicho, cuando por cada defecto arraigado en ese joven hay cinco, seis, diez, veinte, cien valores dominantes, que son lo que hay que desarrollar. Esa persona, quizá lo ha pasado mal tratando de erradicar un defecto, por ejemplo, el desorden: está todo el día peleándose con el armario, no sabe dónde poner los zapatos, los calcetines, etc.; y, sin embargo, le hubiera costado poco desarrollar otros valores que tenía en estado potencial o ya muy crecidos como, por ejemplo, la magnanimidad, la puntualidad, la simpatía, la constancia, la generosidad...
Con muy poquito esfuerzo hubiera crecido en un montón de virtudes y hubiera hecho felices a muchas personas. Pero como nadie se los mostró, no ha crecido. Y tiene un concepto negativo, pésimo de sí mismo, porque sabe que es un desordenado, y cree que es un desastre, que siempre tiene los libros arrugados... Tiene una pésima imagen de sí mismo, pero es que nadie le ha descubierto el lado positivo que tenía y en el que podía crecer.
Luchando de una manera negativa casi nunca se consiguen virtudes. Desarrollando los valores positivos que cada persona tiene y libremente quiere desarrollar, con ayuda de los demás, es como se logran las virtudes, que es lo que hace valiosas a las personas. Hay que acabar con la pedagogía varada en lo negativo, porque sólo es compatible con el más radical pesimismo antropológico. Lo cierto es que la persona, hombre o mujer, es un maravilla; cada persona es única, irrepetible e insustituible.
Por lo tanto, hay que ahondar: ¿quién soy yo? ¿qué valores tengo? ¿qué valores puedo alcanzar? ¿Cómo puedo sacar partido de los valores que tengo?
Hay que proponérselo, proyectarse activamente, lanzarse hacia unos valores concretos y desarrollar las virtudes correspondientes. ¿Cómo? Ejercitando la virtud, no hay otro modo. ¿Usted quiere ser más simpático? Pues empiece a sonreír más, estírese los músculos faciales. Primero le saldrá una sonrisilla de conejo, pero no importa; llegará un momento en que los músculos fácilmente se estirarán. La simpatía no se consigue haciendo un máster, sino ejercitándola, con estimaciones que no sean a la baja.
Creciendo en la virtud de la alegría, se hace feliz a mucha gente. Al menguar en la virtud de la alegría nos quedamos solos y nos sentimos aislados, y además refunfuñamos, espantamos y hacemos desgraciados a la gente que nos tiene que cuidar. Hemos perdido los papeles porque no nos hemos conocido, nos hemos infravalorado, no hemos sabido desarrollar los valores que ya teníamos, y nos hubiera costado poco aumentarlos.